La Biblia es un libro de redención. O es un libro sobre la redención o no es nada. No es un libro de historia, de ciencia, de antropología,
ni de cosmogonía. Es un libro que habla de salvación para la humanidad perdida.
El concepto que encierra la palabra “redención” es doble: por una parte se refiere a una liberación; y por otra se refiere al precio pagado por
dicha liberación, o sea un rescate. Somos redimidos de la pena que corresponde al pecado, como también del poder de Satanás y del mal, mediante el precio que pagó Jesús por nosotros en la
cruz; y somos redimidos para disfrutar de una nueva libertad, en la que no cabe el pecado, así como para disfrutar de una nueva relación con Dios y una nueva vida de amor, mediante la aceptación
de dicha expiación por nuestros pecados.
La totalidad de la Biblia, tanto el Antiguo Testamento como el Nuevo Testamento, se orienta hacia la poderosa expiación redentora de
Cristo. El cruento sacrificio de Cristo es el rescate pagado por nuestra liberación. Cristo adoptó nuestra naturaleza pecadora con el fin de satisfacer las demandas de la Ley. Su
sacrificio ha sido aceptado como pago por la deuda que el pecador tiene con Dios, y su muerte ha sido aceptada como pago total por la liberación del hombre.
La obra redentora de nuestro Señor es triple: (1) Está íntimamente asociada con el perdón, dado que recibimos el perdón mediante el precio de la
redención, precio representado por la muerte de Cristo. (2) Comprende la justificación, por cuanto la liberación nos coloca en una posición favorable delante de Dios. (3) Promete liberación
definitiva del poder del pecado cuando se efectúe el regreso del Señor. El relato de esta redención constituye “el hilo escarlata de la redención”.
I. LA CREACION Y LA
CAIDA
Cuando Dios hizo los cielos y la tierra, seguramente eran creaciones hermosas, perfectas y puras, como solo Dios podía crearlas. Pero entró
el pecado, debido al orgullo de Satanás, y esa hermosa creación fue destruida. Invariablemente, el pecado destruye. Esto volvió a ocurrir después de la perfecta re-creación
descrita en el primer capítulo de Génesis. En el jardín del Edén, como resultado de la negación de la palabra de Dios y mediante el engaño de la mujer por Satanás, nuestros primeros padres
cayeron. Cuando Eva fue engañada, Adán eligió morir de igual manera que la mujer que Dios había creado y entregado en sus brazos. Cuando el Señor se acercó para visitar al hombre y a su
mujer en el fresco del día, no los pudo encontrar. Tenían miedo y se ocultaron del Señor, porque estaban desnudos y avergonzados. Con el fin de esconder su culpabilidad, se hicieron
delantales con hojas de higuera, pero cuando Dios vio lo que se habían puesto, seguramente pensaría “Esto no va a servir”. La cobertura adecuada para el pecado (la expiación por el
pecado) no puede ser obra de manos humanas. Por consiguiente, de alguna parte del jardín del Edén, el Señor tomo un animal inocente; y ante los ojos de Eva y Adán, mato a ese animal, y la
tierra absorbió la sangre. Este es el comienzo del “hilo escarlata de la redención”. Con la piel de una víctima inocente, Dios confeccionó vestidos para cubrir la vergüenza y la
desnudez del hombre y de su mujer. Este es el primer sacrificio, y fue ofrecido por la mano del Dios todopoderoso. Con frecuencia he pensado que cuando Adán vio la vida despedazada y
rendida de ese ser inocente, y cuando vio la mancha roja que ensuciaba la tierra, tuvo su primera experiencia de lo que significaba morir como consecuencia del pecado. Así, el relato de la
expiación y del sacrificio comienza y se desarrolla a lo largo de la Palabra de Dios, hasta que finalmente en los cielos veremos grandes multitudes de los santos que han lavado sus vestidos y los
han blanqueado en la sangre del Cordero. Este es “el hilo escarlata de la redención”.
II. DESDE EL SEPTIMO DIA EN EDEN HASTA
EL LLAMADO DE ABRAHAM
En el jardín de Edén, cuando el Señor cubrió la desnudez del hombre y de la mujer, se volvió a Satanás y le dijo: “La simiente de esta mujer, a
quien has engañad, y por medio de la cual has destruido la raza humana, te aplastará la cabeza” (Gén. 3:15; trad. Del autor). Durante siglos los antiguos rabinos cavilaron sobre la palabra
de Jehová Dios a Satanás: “La simiente de la mujer”. La simiente es de carácter masculino; la simiente pertenece al hombre. La mujer no tiene simiente. Los antiguos rabinos, al
no comprender, miraban con descontento tanto la palabra como la promesa de Dios de que la simiente de la mujer habría de aplastar la cabeza de Satanás. Ahora sabemos que la promesa se
relaciona con el nacimiento virginal y el largo conflicto y su lucha entre el odio de Lucifer y el amor de Dios en Cristo Jesús. La promesa nos habla de Jesús en el Calvario, Jesús
sufrió. Su talón fue herido. Pero al ser herido, venció de una vez y para siempre el poder de esa antigua serpiente, el diablo, cuya cabeza aplastó.
Ese hombre, Adán y Eva, su mujer, formaron su primer hogar en una tierra maldecida por su culpa. Con el paso del tiempo les nacieron dos
hijos: uno fue llamado Caín y el otro Abel. Por celos, y con furia alocada, el hermano mayor mato a su hermano menor. Pero la simiente de Dios debía ser preservada. Por lo tanto,
pero el Señor dio a Eva otro hijo, llamado Set. Set fue hombre de fe, así como Caín fue hombre del mundo. Cuando los hijos de Set, el remanente piadoso, concertaron matrimonios con los hijos
de Caín, la simiente del mundo, el resultado fue una progenie caída que llenó la tierra de violencia. Finalmente, Dios resolvió destruir el mundo por medio de un diluvio. Pero un
miembro de la línea de Ser encontró gracia a los ojos del Señor. Se llamaba Noé. Con el fin de preservar la simiente justa, Dios le dijo a Noé que construyese un arca: y Noé llevó a su
familia a esa arca, que representaba seguridad, salvación y esperanza. Cuando pasó el terrible juicio del diluvio, una vez más la tierra comenzó su historia de redención a través de la vida
de este hombre y sus tres hijos: Sem, Cam y Jafet.
No pasó mucho tiempo, sin embargo, antes de que los estragos del pecado comenzaran a destruir a la selecta familia de Dios. En lugar de
llevar a cabo el mandato dado por Dios a la humanidad, de llenar toda la tierra, la gente se juntó en una sola llanura expresaron su intención de edificar una torre alrededor de la cual
centrarían su civilización y mantendrían su unidad colectiva y comunitaria. Cuando Dios vio que la arrogancia surgía en el corazón de los hombres, confundió su habla y los obligó a
balbucir. Por lo tanto, desde esa “Torre de Babel” los diversos componentes de la raza humana, ante la imposibilidad de entenderse mutuamente, se dispersaron en distintas direcciones; y de
esta manera dieron comienzo a las naciones de la tierra que surgieron a partir de aquellas tres grandes líneas de los descendientes de Noé.
III. DESDE EL LLAMADO DE ABRAHAN HASTA LA
FINALIZACIÓN DE LA EPOCA DE LOS JUECES.
Comenzamos la historia de Abraham en días sumamente oscuros. Todo el mundo estaba sumido en una idolatría abismal, pero Dios a este hombre y le
dijo que debía abandonar su casa, su lugar, su tierra y su familia, con el fin de dirigirse a otra tierra, que posteriormente recibiría como herencia. Obedeciendo, Abraham salió del valle de
Mesopotamia y viajó como peregrino, como extranjero, como morador transitorio, a la tierra prometida de Canaán. Allí vivió y allí Dios le dio dos hijos. Pero Jehová Dios le dijo a
Abraham que Ismael, hijo de la carne y de una esclava, no sería la simiente prometida. Cuando Abraham tenía cien años de edad, y Sara noventa años de edad, Dios, en forma milagrosa,
puso en brazos de sus padres al niño, simiente de la promesa, al que llamaron Isaac. Isaac fue padre de dos hijos, Esaú y Jacob. El Señor, rechazando a Esaú, escogió a Jacob, a quien,
después de una profunda experiencia de conversión, le cambio el nombre por el de Israel, que significa “Príncipe de Dios”.
Debido a una hambruna extrema en Canaán, y en razón de la presencia de José, hijo de Israel, en Egipto, toda la casa de Jacob se trasladó a la
tierra a orillas del Nilo. Con el paso de los años, surgió allí un faraón que no había conocido a José. La familia escogida fue esclavizada por ese nuevo gobernante de Egipto. Los
profundos clamores del pueblo llegaron a oídos de Jehová Dios en el cielo. Por ello, el Señor levantó a un profeta poderoso llamado Moisés para que liberase al pueblo de la esclavitud y de
la servidumbre de los egipcios. Dios obró esta liberación mediante un milagro maravilloso denominado Pascua. Porque el Señor había dicho, “La sangre os servirá de señal en las casas
donde estéis. Yo veré la sangre y en cuanto a vosotros pasaré de largo y cuando castigue la tierra de Egipto, no habrá en vosotros ninguna plaga para destruiros” (Exo. 12:13). Este
método de salvación por medio de la sangre es, una vez más, “el hilo escarlata de la redención”.
Cuando Jehová Dios hubo liberado a la familia elegida de Egipto, la llevó, por medio de Moisés, y mediante la separación de las aguas del mar
Rojo, a la península de Sinaí, hasta llegar al pie del monte Horeb. Allí, durante cuarenta días y cuarenta noches. Moisés estuvo con Dios, y allí Dios dio a Moisés los Diez
Mandamientos, el modelo del Tabernáculo, las instrucciones rituales par el culto sagrado y todas las otras cosas maravillosas que se encuentran en el libro de Levítico y que representan y
profetizan el sacrificio del Hijo de Dios.
Después de la muerte de Moisés, Josué cruzó el Jordán y llevó a cabo las guerras de conquista. En el primer enfrentamiento, en Jericó,
ocurrió un incidente que dio origen al título de este artículo. Los exploradores enviados por Josué para espiar Jericó se salvaron por la fe y la bondad de Rahab. Los hombres de Israel
prometieron vida y seguridad, tanto para ella como para la casa de su padre, se ella colocaba un cordón rojo en su ventana. Esto lo cumplió ella fielmente y, cuando Jericó cayó en manos de
Josué, por la poderosa intervención de Dios, Rahab y su familia se salvaron debido al cordón rojo, “el hilo escarlata de la redención”.
Después de la conquista de Canaán por el genio y la pericia militar de Josué, encontramos el relato de los jueces. La diferencia entre juez y
un rey es que el rey entrega el trono a su hijo, en tanto que el juez surge en tiempos de crisis y está dotad de dones especiales de arte de Dios para un determinado período. Los días de los
jueces terminan con el surgimiento de Samuel.
IV. DESDE EL PRIMERO DE LOS PROFETAS HASTA
LA FUNDACION DEL REINO.
Durante la época de Samuel, el pueblo comenzó a clamar por un rey. Era propósito de Dios, desde el comienzo, que los hijos de Israel
tuviesen rey (Deut. 17:14-20), pero el hecho de que la petición surgiese de la manera tan frívola y rebelde en que le fue presentada a Samuel hirió el corazón del Señor. No obstante, de
conformidad con las palabras y las instrucciones de Dios, Samuel ungió a Saúl. Durante su ministerio inicial, Saúl obró con poder llevó a cabo los mandatos celestiales, pero muy pronto e
apartó de las instrucciones de Samuel y comenzó a desobedecer flagrantemente la voluntad de Dios. En consecuencia, llegó palabra del Señor a Samuel para que ungiese a un hombre según el
propio corazón de Dios. Dicho ungimiento recayó sobre un joven pastor de ovejas, hijo de Isaí, llamado David.
V. DAVID Y LOS REINOS DE ISRAEL
Y JUDA
La primera parte de la vida de David como rey de Israel fue magnífica. Luego, en la plenitud de su vida, en la cúspide misma de su gloria, se
alejo de la voluntad de Dios y se volvió blando, indulgente y lujurioso, como los demás reyes orientales. Esto acarreó a David una tremenda tragedia que hizo que el nombre de Dios
fuese blasfemado y que hay sido afectado negativamente desde entonces. Con todo, Dios perdonó el pecado de David y lo eligió como progenitor de ese prometido y maravilloso Hijo que había de
sentarse como Rey mesiánico en su trono para siempre. Salomón fue el hijo de David que lo sucedió en el trono. Salomón comenzó su reinado de forma gloriosa y triunfal, pero igual que su
padre, entro en una decadencia verdaderamente trágica. A su muerte, el reino se dividió en dos. A pesar de sus faltas humanas, tanto David como Salomón tienen ciertos rasgos que los
califican para ser considerados como tipos de ese glorioso Hijo de David, llamado Jesús el Cristo.
A partir de entonces, el pueblo de Dios se dividió en dos reinos, el del norte, denominado reino de Israel, y el del sur, llamado reino de
Judá. El reino del norte, o sea Israel, fue llevado en cautiverio por los crueles y despiadados asirios por el año 722 a. de J.C. El reino del sur fue llevado al cautiverio por el año
586 a. de J.C. por los babilónicos. En los días de la cautividad babilónica Jeremías profetizó en Jerusalén, mientras que Daniel, el profeta-estadista, y Ezequiel, el vidente santo,
consolaron y fortalecieron al pueblo de Dios en Mesopotamia.
De la cautividad babilónica surgieron tres grandes acontecimientos por medio de las cuales Dios ha bendecido a nuestro mundo. Primero, los judíos
purificaron sus prácticas de adoración, para nunca volver a la idolatría. Segundo, nació la sinagoga, y de la sinagoga provino la iglesia. Los servicios de la sinagoga son semejantes a
los servicios que celebramos nosotros hoy en día. Tercero, se determinó el canon del AT. De las lagrimas y sufrimientos nacidos en esas circunstancias proviene nuestra mayor bendición:
“el hilo escarlata de la redención”.
VI. DESDE LOS PROFETAS HASTA CRISTO Y LA
PREDICACION DE PABLO
De los sufrimientos de los días de los reinos de Israel y Judá surgió, en el pensamiento y en los escritos de los profetas, la descripción de un
Rey y salvador más glorioso, que Dios había de envía a su pueblo. Cuando leemos pasajes como Salmos 22 o Isaías 53, nos parece estar al pie de la cruz del Hijo de Dios. Más y
más, a medida que iban pasando los días, los grandes líderes espirituales de Israel y de Judá fueron bosquejando y describiendo la venida de un Redentor que había de salvar al pueblo de sus
pecados y proporcionarle la imperecedera esperanza; la justicia de Dios vendría mediante un prometido Mesías. A través de los siglos, esta esperanza mesiánica se fue haciendo más fuerte y
fue adquiriendo una aceptación más gloriosa.
Desde el cautiverio babilónico, en el 539 a de J.C., Ciro, el persa concedió al pueblo judío el derecho de regresar a su tierra en
Judá de edificar su templo sagrado en Jerusalén. De esta manera, el remanente del cautiverio volvió bajo Zorobabel, el dirigente político, y Josué, el sumo sacerdote.
Este remanente santo, que procuraba restaurar el culto al verdadero Dios en Jerusalén y reorganizar la vida política de Judá, fue alentado por los mensajeros de Dios: Hageo, Zacarías y
Malaquías.
De esos tres grandes profetas de la restauración, Zacarías fue, sin duda, el más grande. Zacarías habló mucho acerca de Israel, de la época
del fin y de la conversión del pueblo del Señor. El último profeta fue Malaquías. Entregó su mensaje de esperanza y promesa mesiánica probablemente entre los años 433-430
a. de J.C.
El período de cuatrocientos años entre el AT. Y el NT. Marca el surgimiento de imperio helénico. Dios se valió de Alejandro Magno para
esparcir por todo el mundo civilizado una cultura y una lengua uniformes, lo cual hizo posible la predicación de Cristo a todos los hombres en esos lugares.
También durante ese periodo intertestamentario, surgió el poder de imperio romano. Cuando Augusto César era emperador romano, y cuando Roma
tenía todo el mundo conocido en sus manos, se cumplieron: la gran profecía de Isaías, la gran profecía de Miqueas, la gran profecía de David y la gran profecía de Jacob a su hijo
Judá. También se cumplió la promesa de Dios todopoderoso a Eva en el jardín del Edén, de que la simiente de la mujer y a través de la simiente de Abraham, todas las familias de la tierra
iban a ser bendecidas. De esta promesa nace al mundo nuestro Salvador. “El hilo escarlata de la redención” nos ha conducido al nacimiento de aquel que ha venido a redimir a la
raza humana de su estado caído.
En el transcurso de su ministerio, Jesús comenzó pronto a enseñar a sus discípulos que él debía padecer y morir. Cuando Moisés y
Elías, que hablaban con él acerca de su muerte, que debía cumplirse en Jerusalén. Cuando fue ungido por María de Betania, Jesús dijo que era para su sepultura. Cuando los griegos
acudieron desde lejos para verle, dijo: “Y yo, cuando sea levantado de la tierra, atraeré a todos a mí mismo” (Juan 12:32). Durante la última Cena, dijo: “Esto es mi cuerpo; comedlo
en memoria de mí”. Y también dijo: Esta es mi sangre, bebedla en memoria de mi” (Paráfrasis del autor; comp. Luc. 22:14-20 y 1 Cor. 11:24-25). Antes de ir a la cruz, se entregó
en Getsemaní a las luchas del alma por nuestra redención (Isa. 53:11). Y cuando inclinó la cabeza y antes de expirar, dijo: ¡”Consumado es”! (Juan 19:30). Cuando proclamamos la
cruz, cuando predicamos sobre la sangre, y cuando proclamamos la muerte cruenta de Cristo, estamos predicando acerca de significado de su venida al mundo. El sacrificio de Cristo
consumó el gran plan y propósito redentor de Dios en la tierra. Este es “el hilo escarlata de la redención”.
Después de la resurrección de nuestro Señor, después de entregar la gran comisión a los apóstoles, y después de la ascensión de nuestro Salvador
al cielo, el Señor derramó el Espíritu Santo sobre su iglesia en Jerusalén el día de Pentecostés. De allí en adelante los discípulos de Jesús y los predicadores del mensaje redentor
de Cristo comenzaron a dar a conocer por toda la tierra las buenas Nuevas de nuestra esperanza y de nuestra salvación.
Las epístolas de Pablo se dividen en cuatro grupos distintos. El primer grupo fue escrito en Atenas y Corinto, durante su segundo viaje
misionero: son 1 y 2 Tesalonicenses. El segundo grupo fue escrito durante su tercer viaje misionero. Estando en Efeso, escribió 1 Corintios, en algún lugar de Macedonia, entre Efeso y
Corinto, escribió 2 Corintios. Luego, en Antoquía o en camino a Antioquia, escribió Gálatas y Romanos. Por lo tanto, 1 y 2 Corintios, Gálatas y Romanos se centran en la
ciudad de Efeso. El tercer grupo fue escrito durante su encarcelamiento en Roma; son: Filipenses, Filemón, Colosenses y Efesios. El cuarto y último grupo fue escrito
después de su primer encarcelamiento en Roma; son: 1 Timoteo, Tito y 2 Timoteo, llamadas epístolas pastorales. En todas las cartas de Pablo está el tema constante del amor
redentor. Este tema forma parte del “hilo escarlata de la redención”.
VII. EL APOCALIPSIS Y LA CONSUMACIÓN DE LA ERA
Llegamos ahora a la conclusión de la Biblia.
En la isla de Patmos, pequeño punto rocoso en el mar, a unos pocos kilómetros al sudoeste de Efeso, Juan fue exiliado para que muriese de hambre y
de exposición a las inclemencias del tiempo. Pero aun allí el Señor se e apareció en una visión incomparable y gloriosa. Esta visión se llama Apocalipsis o
Revelación. El velo se descorre y Jesucristo es revelado en su gloria y majestad y en su reino. Esta exaltación es la recompensa que Dios le otorgó a Jesús por habernos
salvado, hijos caídos de Adán, de nuestros pecados.
Después de la visión de Cristo exaltado y glorificado en el capítulo 1, y después de las palabras proféticas relativas a la era de la iglesia en
los capítulos 2 y 3, tenemos el arrebatamiento de Juan a través de la puerta abierta al cielo. Mientras Juan, elevado al cielo, está con el Salvador, se desencadenan sobre la tierra los
juicios del Dios Todopoderoso, denominados, en conjunto, “la gran tribulación”. Estos juicios están descritos en la apertura de los siete sellos, las siete trompetas y las siete
copas. En esos difíciles días Juan tiene una visión relativa a los redimidos de Señor que están en la gloria (Apoc. 7), los redimidos que han sido comprados y lavados con su
sangre. Se le anuncia, a Juan, por medio de uno de los ancianos, que estos redimidos sol los que han salido de la gran tribulación, han lavado sus vestidos y los han blanqueado en la
sangre del Cordero.
Este es “el hilo escarlata de la redención”, que comenzó con la sangre de la cobertura del pecado en el jardín de Edén y encuentra su consumación
en la muchedumbre de los que han sido lavados con sangre y se encuentran ante el trono de Dios en la gloria.
Después de los siete sellos y los juicios correspondientes, las siete trompetas y los juicios correspondientes, las siete copas y los juicios
correspondientes, y los siete ángeles y los juicios correspondientes, llegamos al gran día del juicio final del Dios Todopoderoso. El anticristo, que pretende se el dirigente de las
naciones del mundo, se encuentra reuniendo a los ejércitos de toda la tierra. Convergen desde el norte de Rusia, desde el este en la China, desde el sur en el Africa, y desde el oeste
en Europa y las islas del mar. Se reúnen con motivo de ese gran día del Señor. Se trata de la batalla de Armagedón, la última gran guerra que ha de conocer el
mundo. En Meguido, los ejércitos de la tierra, con sus millones y millones, se reunirán para enfrentarse con Dios. En medio de este holocausto inimaginable, interviene
Cristo en la historia humana. Viene con sus santos. Libera a su pueblo y ata a Satanás, arrojándolo en el pozo del abismo, donde estará por mil años.
Después de mil años, periodo que lleva el nombre de milenio, Satanás es desatado y procede a dirigir una vez mas a los hombres en su rebelión
contra Dios. Este es el conflicto final, que da por terminada para siempre la negativa del hombre a aceptar la voluntad de Dios para su vida. En los momentos finales, al
producirse la resurrección final de los que han muerto en su maldad, como también el juicio del gran trono blanco, se abren los libros, y aquellos cuyos nombres no se encuentran escritos en el
libro de la vida del Cordero son arrojados y castigados de conformidad con sus hechos. Al abismo del infierno son arrojados Satanás y sus ángeles, juntamente con los que eligen a
Satanás y su modo de vida, además de la muerta y la tumba: todos ellos son arrojados a las llamas del fuego ardiente donde la bestia y el falso profeta se encuentran ya desde hace mil
años.
Una vez que la tierra ha sido liberada de Satanás y sus secuaces, después del juicio contra los que rechazan a Cristo y su gracia, una vez que la
tierra ha sido purificada de los dolores y las lágrimas producidas por la enfermedad, el pecado, la muerte y la tumba, se producirá la renovación de esta tierra y estos cielos. Se
trata de una nueva creación con nuevos cielos y nueva tierra, rehechos de conformidad con la plenitud de la gloria y la maravilla de Dios. En esa nueva creación se encuentra la ciudad
santa la Jerusalén celestial, y allí se encuentra la morada de Dios mismo. Las lágrimas, la muerte, el dolor, el pesar y los lamentos se habrán terminado para siempre. No hay sepulcros
en las laderas del cielo ni coronas funerarias en las puertas de estas mansiones celestiales.
El libro del Apocalipsis concluye con el incomparable mensaje de la salvación y la esperanza que tenemos en la venida y presencia personales del
propio Señor Jesucristo. Este es “el hilo escarlata de la redención” que conduce al cielo.